miércoles, 14 de febrero de 2018

L'art de créer les jardins



La belleza de la razón. La esencia sublime del espíritu. La complejidad y la simpleza. La luz y la sombra. El tiempo. La medida. Lo incalculable del cálculo humano a la contemplación de la naturaleza. La exactitud de lo que no es exacto. Una montaña. Un árbol. Una flor. Un hombre. Si el arte no fuera suficiente -¿Cuando no lo es?-: la ciencia. La que nace de la madre tierra y crece en dirección al cielo. La que se dibuja y se describe. La que se pierde por los caminos y solo se encuentra en un paseo. En un paisaje. En un jardín.

"La poesía y la pintura son buenas reproduciendo la naturaleza; pero si el estilo y la paleta, por unos momentos, encandilan nuestra imaginación y nuestros ojos con copias fieles, su modelo eterno, la naturaleza, aún viva, todavía novedosa, solo puede cautivarnos incesantemente; y es la naturaleza misma la que nos presenta al artista creador de un jardín".1


El romanticismo fue la época de las emociones. Sentimientos exaltados que tenían su base en la naturaleza: la del ser humano y la del mundo. No había arte que se resistiera. No había concepto que escapara al arte. Y al jardín, que había encontrado en el siglo XVIII su cenit vital, le fue imposible morir en una época en la que todo él parecía cobrar vida. Con la llegada del romanticismo crecía sin límites el jardín pintoresco inglés. Aquel que hablaba a escondidas y atrapaba al paseante con sus numerosos tentáculos. A la entrada del siglo XIX la belleza ordenada tomó de nuevo el testigo. La melena rizada de lo sublime dio paso a la cepillada cabellera de la geometría. Francia se levantó con la belleza por bandera. Pero esta vez sería una bandera ondeante: francesa de corazón, libre al viento. Nunca más todas las partes volvieron a estar sometidas. La belleza era ahora tradicional, matemática, pero un punto salvaje. Como desabrocharse un botón.

André le Nôtre fue rescatado. El jardinero de Luis XIV invadió de nuevo el paisaje galo. Francia se dejó cautivar por su pasado y acogió una nueva fiebre por la ornamentación natural. Nuevos arquitectos y tratadistas. Nuevos proyectos. Todo nuevo pero antiguo a la vez. Las referencias estaban ya prescritas: Le Nôtre, Mansart, Morel... también con acento ingles: Kent, Brown, Bridgeman... solo había que estudiarlas detenidamente y disfrutar del proceso: leer, estudiar, contemplar. Y eso es lo que hace el francés Nicolas Vergnaud en su tratado L'art de créer les jardins. Con una idea del jardín a la vez estética y científica. Entre el alago y la corrección de la técnica. Amor, al fin y al cabo, por una disciplina que considera de artistas científicos, o de científicos artistas. Una disciplina que, aun estando enamorado, desea compartir con el mundo. Erudito o no. Más o menos letrado. Dueño de una villa o propietario de un pequeño terreno. ¿No es todo hombre habitante de un gran jardín?

"No son suficientes meras nociones sobre la forma de los árboles y el color de su follaje para el arquitecto que desea participar en la composición de los jardines, él tiene la franqueza de que tiene un conocimiento real en horticultura, por lo que todos sus plantaciones están constantemente dirigidas en el sentido en que las concibió".1


Tres partes componen un tratado que no repara en detalle, pues tampoco lo hizo el autor en el proceso de su trabajo. Conocidos los trabajos de su patria, viajó a Inglaterra en 1831 para vivir sus jardines. Se empapó de literatura paisajística en la Biblioteca Real de Londres. Tomó fotografías. Vio, comprendió y venció. Y una vez hecho el trabajo de campo, planteó ordenadamente los saberes acumulados:

-Primera parte: Clasificación de los jardines de acuerdo con su extensión y el propósito general del lugar, influencia del clima, las estaciones, de la luz y las sombras, efecto del empleo de objetos naturales.
-Segunda parte: Efectos del empleo de herramientas, edificios residenciales y sus dependencias, fábricas y accesorios de toda especie, avenidas, entradas, caminos, puntos de vistas, vallas.
-Tercera parte: Elección y estudio del lugar y el medio, plan general, nivelamiento, perspectivas, perfiles, cotas de elevación, traza práctica y ejecución, que comprende el empleo, la modificación y la alteración de objetos naturales y mano de obra, ejemplos de jardines célebres de Francia e Inglaterra, jardines públicos y privados.
-Catálogo de árboles, plantas, etc...
-Catálogo de autores franceses que han escrito sobre jardines.
-Diversos planos y vistas.


La cantidad de información proporcionada contrasta con la sencillez de la exposición. Limpia, organizada y comprensible por el menos experto. Con anexos de irrefutable utilidad y valor. Entre ellos, las litografías de los hermanos Thierry: veinticuatro folios de planos detallados y vistas de los jardines más famosos de la Historia del Arte: Blenheim, Morfontaine, Chatsworth, Stowe, Widsor, Saint´Leu, Beauregard, Longleate... En forma de plano a doble página, de vistas a modo de pintura, de comparativa de dos proyectos e, incluso, de planos y vistas con láminas móviles que esconden proyectos realizados o por realizar. Con una gran preocupación por el detalle en cuanto a la diferenciación de la vegetación y la representación de escenas cotidianas con personajes y animales, una graciosa y admirable utilización del claroscuro, y leyendas en los dos idiomas de los jardines tratados: francés e inglés; suponen una fuente riquísima y fundamental para el estudio de esta manifestación artística.


Si bien trata un rango limitado, obviando el jardín italiano o el alemán, no deja deja de resultar una elección curiosa en cuanto al conflicto conceptual de ambas tendencias a lo largo del tiempo y la procedencia del autor quien, en una época de incremento del nacionalismo francés, se interesa realmente por el estudio de los jardines del país vecino, no sin cierta gracia:

"La habitual simetría de las líneas de la arquitectura y el abuso que se ha hecho de ellas en los jardines franceses han evocado a algunos amantes de los jardines, los llamados ingleses, a quienes un solo pintor pudo dibujar; que el propietario, tan pronto como tuviera gusto, trazaría su jardín él mismo de la manera más adecuada; que uno podía esperar solo por casualidad los más bellos efectos del paisaje, y que al final, dado que eran jardines; era necesario referirse al jardinero para su composición, ya que le quedaba el mantenimiento y la cultura. ¡Incluso hemos escuchado esta extraña paradoja, que las sinuosidades de un jardín inglés no podrían ser trazadas de forma más natural que por la marcha incierta de un hombre ebrio!".1

Ahora solo nos queda imaginar nuestro propio jardín. ¿Pintoresco o geométrico?

1. Vergnaud, Par N: L'art de créer les jardins. A la Librairie Encyclopédique de Roret, Paris, 1839, Introducción.

miércoles, 7 de febrero de 2018

El paraíso perdido


El hombre perdió el paraíso, pero ganó una obra sin igual. John Milton (1608-1674), dotado con la ciencia del árbol del conocimiento, dio a luz una historia más allá del pecado original. Un poema que, si bien no es original en el más estricto sentido de la palabra, procura una lectura tan placentera que podría calificarse de pecaminosa.


Tenaz estudiante e incansable trabajador, sufridor de dolores de cabeza y males de la vista producto de su férrea disciplina, Milton publicó decenas de tratados de asuntos políticos mientras en su interior rumiaban los ecos de la épica. Primero en forma de historia. Inglaterra y la leyenda artúrica llamaron a las puertas de su ingenio en más de una ocasión. Finalmente en forma de religión. La que había vivido desde su infancia como fiel creyente, como seguidor del puritanismo en la simpleza más tradicional. El tema no podía ser otro: la perdición por la mano del hombre. Política, historia y religión en versión bucólica y con un final distópico y moralizante a la vez. Tan conocido como necesario. Tan remoto como presente. Tan interiorizado como nuestra propia vida. En verso.

Para dicha empresa tomaría como principal referente el Génesis, cuyos hilos dorados hilvanan -en ocasiones literalmente- los 10.565 versos de principio a fin. A la riqueza teológica y simbólica de la Biblia añadiría el tinte clásico de la literatura grecorromana y el delirio de la mitología. Venganzas, asambleas divinas, formación de ejércitos, batallas épicas, epítetos y energía sangrienta, traiciones, tragedias, viajes por tierras desconocidas, visiones, oráculos. Sin dejar de la lado otras tradiciones literarias como la de sus precedentes ingleses e italianos. Y, por su puesto, sin olvidar su bis tratadista y su afán histórico, agregando el picante de la crítica política: desde la guerra civil inglesa (1642-1641), hasta la restauración de 1660.

Vendidos los mil quinientos ejemplares de la primera edición de 1667, habría que esperar a 1674, muerto ya el poeta, para ver una segunda. Mientras tanto, en 1671 se edita El paraíso recobrado, donde Jesús resiste la tentación que no pudo rechazar Eva. Milton no quería perder el tren al cielo, sin escalas.


Tampoco quiso perderlo la editorial barcelonesa Montaner y Simon -la más destacada del ambiente editorial español de los siglos XIX y XX-, a cuya edición de 1873 acompañan, además de una extensa introducción sobre la vida y obra del autor, cincuenta grabados de Gustavo Doré a página completa. Ilustraciones del más famoso artista del libro del momento -y de la historia-, para una creación, a todas luces, divina. Siendo la luz, precisamente, la protagonista. Ya sea por su total presencia al representar la magnificencia del cielo ("Al compás de los himnos y hosannas que resonaban..."); por su ausencia en las atmósferas infernales ("Revolotea todo ello por los espacio infernales"), o por su contraste ("Por primera vez sintió Satán el dolor"). Luz que da vida a bestias y animales de carácter simbólico, a luchas intestinas llenas de dinamismo, personajes y escenas que anticipan la estética simbolista, que toman apariencia postimpresionista ("En las orillas de las aguas salen bandadas de avecillas"), e incluso matices de un surrealismo en ciernes. Rasgos que también se aprecian en sus ilustraciones para al Biblia y La divina comedia, que tanto en común tienen con la historia de Milton.



Nada tiene de pérdida, pues, el paraíso del poeta inglés. Tan lleno de imágenes gráficas como literarias -Eva descubriendo su rostro en el agua es un momento irrepetiblemente bello-. Tan rico en influencias como influyente a su vez, en las manifestaciones artísticas más insospechadas: los jardines.

La jardinería paisajística fue la disciplina del siglo XVIII. A la geometría y perfección de los jardines de Versalles sustituyó a mitad de siglo la libertad de los jardines ingleses, a quienes la esencia cuadriculada de los franceses nunca llegó a convencer. Este cambio, que tuvo como telón de fondo la concepción de la propiedad privada propugnada por John Locke, la primera revolución industrial y la situación floreciente de la economía agraria, vino auspiciado principalmente por la literatura. Por los artículos y textos de Joseph Adisson o Alexander Pope, por las descripciones de la naturaleza de autores como Thomas Hardy y, sobre todo, por el jardín del Edén descrito por Milton en El paraíso perdido. La regularidad dio paso a una naturaleza salvaje que camuflaba su condición estudiada y controlada con una apariencia de libre albedrío: caminos sinuosos, colinas, árboles en toda su grandeza, praderas, grutas, rocas, arroyos, lagos, ruinas. Ora un pequeño escondite lleno de color y encanto, ora un desnivel tras el que se esconde el más bello de los árboles frutales, rodeado de olorosas flores, ora una templete neopalladiano bañado por el sol y el ruido de la corriente de un riachuelo. Paseos poéticos y erráticos para sorprenderse y reflexionar. Para ser libres. Para encontrar, o perderse, por nuestro propio paraíso perdido.

"Tal era aquel delicioso sitio, mansión campestre y encantadora, de rico y variado aspecto, de bosques cuyos árboles destilaban balsámicas y olorosas gomas, o de los que pendían frutos esmaltados de reluciente oro, y exquisitos por su sabor [...] A trechos se descubrían mesetas de verdes prados, con rebaños que pastaban en la verde yerba, colinas cubiertas de palmeras, valles cuya fertilidad aumentaban las corrientes de agua, flores de todos los matices, rosas que no conocían espinas. Por otro lado grutas umbrías y cavernas de sin igual frescura, que ocultaban entre sus pámpanos la risueña vid [...] y al propio tiempo parleras cascadas que de las empinadas cumbres se desprendían, esparciendo unas veces y juntando otras sus aguas en transparente lago, donde como un espejo se retrataban, coronadas de mirtos, sus onduladas márgenes."1



1. MILTON, John: El paraíso perdido. Montaner y Simon editores, Barcelona, 1873, pp. 70-71.

jueves, 1 de febrero de 2018

UNIVERSIDAD DE SEVILLA


87 f., 7 h.- Sign.: A8-K8 L4 M4 [6].- Fol. L. red.- 3tam.- Inic. Grab.- Apostillas marginales.- Portada grabada.
Ejemplar procedente del Colegio del Angel de la Guarda de los carmelitas descalzos de Sevilla.

Se trata de la segunda edición de las Constituciones de la Universidad Hispalense. De la anterior, impresa en Sevilla por Francisco Pérez en 1584, se conserva un ejemplar en Madrid (Biblioteca Nacional, R.26540). El impresor de esta, Francisco de Lyra, fue el más profesional y prolífico de los muchos tipógrafos que trabajaron en Sevilla durante la primera mitad del siglo XVII.


La edición lleva un bello grabado anónimo en la portada, inspirado  en la pintura que hizo Alejo Fernández para el retablo del Colegio-Universidad con la Virgen de la Antigua y Maese Rodrigo arrodillado ofreciéndole simbólicamente el edificio de la Puerta Jerez que hoy puede contemplarse en la capilla mayor de su iglesia. Un grabado muy parecido, aunque de algo peor factura y más libre, ilustra la portada de la edición de 1701 firmado por Matías de Arteaga. De ella hay también ejemplar en la Biblioteca General con signatura S/203(1).

El contenido de esta edición de 1636 es el siguiente: Dedicatoria de "Ioannes Gundisalvi", Prior del Monasterio de Santiago de la Espada y Conservador del Colegio de Santa María de Jesús, a la memoria de Maese Rodrigo (f. 2-3), Proemio a las Constituciones (f. 4-5), estas en número de 86 (f. 5-45), Bulas de Julio II de 1505 y 1508 (f. 46-52), Testamento, en castellano y en latín, de Rodrigo Fernández de Santaella (f. 53-60), Estatutos y ordenanzas del Colegio nuevamente redactados por el canónigo Martín Navarro (f. 61-80), Memoria e instrucción para las pruebas de ingreso de los nuevos colegiales (f. 81-84), Indice de las Constituciones con el nombre del rector Don Antonio de Monsalve y Guzmán al pie y el colofón (f. 85-87).  En las últimas siete hojas, se encuentran las disposiciones de Felipe IV para la Universidad dadas en 1623 y 1633, y un formulario para el interrogatorio de los testigos en las pruebas de limpieza de sangre a las que debían someterse los aspirantes a ingresar en el Colegio de Maese Rodrigo.

La disposición del monarca fechada el 19 de septiembre de 1623, establecía que se aplicase en la limpieza de sangre el criterio fijado en su Pragmática del  del 10 de febrero de se mismo año. La del 5 de octubre de 1633, autorizaba al Colegio a conservar la prerrogativa que había venido gozando hasta entonces de titularse Colegio Mayor, diferenciándolo así con fuerza de ley de sus rivales en Sevilla, los Colegios de la Concepción y de Santo Tomás, y "para que no tenga ocasion de quexarse", dice el texto entre otras cosas.





(Tomado de CARACUEL MOYANO, R., DOMÍNGUEZ GUZMÁN, A., Un tesoro en la Universidad de Sevilla. Incunables y obras de los siglos XVI y XVII. Universidad de Sevilla, 1993)