miércoles, 11 de mayo de 2016

EL MANUSCRITO A 110/083(36) DE LA BUS

Carta que escrivio el Licenciado Joseph Gonzalez delConsejo real de Castilla y de la Cámara, a don Luis de Haro sobre el suceso delsitio de Yelbes que fue por enero de 1659.

Comentario por José Manuel Díaz Blanco.

Esta carta puso en contacto a dos de los políticos más influyentes de la España de Felipe IV (1621-1665). El licenciado José González fue uno de esos juristas universitarios que coparon los órganos de poder en el Antiguo Régimen. Fue consejero y camarista de Castilla y durante algunos años presidió el Consejo de Hacienda y el Consejo de Indias. Su enorme capacidad le abrió los puestos más elevados, pero González se benefició también de una relación singularmente estrecha con el valido del rey, el conde duque de Olivares. Cuando éste cayó en desgracia, González continuó la relación con el sobrino de éste, Luis Méndez de Haro. Esta carta es una muestra de la estrecha confianza que germinó entre ambos. Haro era diferente a su amigo. Carecía de formación académica, pero aprovechó sabiamente su cuna aristocrática. Recibió de su padre el título de marqués del Carpio, y de su famoso tío el título de conde-duque de Olivares, amén de diversos oficios y dignidades como la de Gran Chanciller de las Indias. Lo más valioso que recayó sobre Haro fue una proximidad personal al monarca que se traduciría en favor político. Tras la salida de Olivares en 1643, Felipe IV expresó su deseo de gobernar sin valido, pero no fue capaz de mantener su promesa y descargó parte del gobierno en Haro. Don Luis no disfrutó de tanto poder como su antecesor o como el duque de Lerma en tiempos pasados, pero su personalidad influyó fuertemente sobre la política española durante la década decisiva de 1650. A su lado contaba con hombres como José González.

González y Haro pisaban las ruinas del poder de la Monarquía. La sustitución de España por Francia como potencia hegemónica en Europa tuvo lugar durante los años finales de Felipe IV y el arranque del gobierno personal de Luis XIV, entre los decenios de 1650 y 1660. La Paz de Westfalia (1648) había concluido las dos terribles guerras de los Treinta Años y los Ochenta Años, sostenidas en el Sacro Imperio y los Países Bajos. Pero la exhausta Monarquía había debido continuar el combate contra Francia y contra las rebeliones de Cataluña y Portugal, que se libraban desde 1640. Cuando la Inglaterra de Oliver Cromwell rompió hostilidades en 1655, la Monarquía asumió que el reto era excesivo y no podía vencer. El año de 1659 los españoles sufrieron una terrible derrota militar en Yelbes (Extremadura), que aceleró la firma de la Paz de los Pirineos, donde muchos contemporáneos e historiadores posteriores localizaron el gozne entre una época y otra. Haro protagonizó estos acontecimientos. Comandó las fracasadas tropas españolas en el campo de batalla; dirigió las negociaciones del tratado de paz con su homólogo francés, el cardenal Mazarino; y acompañó a la infanta María Teresa para sellar su enlace con el joven Luis. Junto al propio monarca, puso su rostro a la derrota de España.

La importancia de esta carta radica en que nos introduce de lleno en los pensamientos y tribulaciones de los hombres que diseñaban la alta política española en aquel momento de verdadero naufragio. No hay tantos documentos que nos lo permitan. La fecha no viene explicitada, pero estamos en el primer semestre de 1659. La amargura de Yelbes ya se había paladeado y se avecinaban momentos tensos durante las inminentes negociaciones hispano-galas. González es quien habla, pero conoce bien a su interlocutor. Sabe qué decirle y cómo decirlo. Le consuela como puede en aquel momento de “grandes sentimientos”: Badajoz había conseguido salvarse y la posterior derrota había sido voluntad de Dios. Debían conformarse. Uno y otro, fervientes católicos, pensaban en la Providencia. La historia de España en el siglo anterior demostraba que, incluso en los tiempos mejores, el favor divino nunca pertenecía a nadie por completo. Ahí, al lado de las grandes victorias de antaño, figuraban también las inevitables derrotas: Argel, 1541; Inglaterra, 1588; Lérida, 1642…

González era optimista o fingía serlo para animar a Haro. Las derrotas puntuales no habían impedido que, a la postre, la Corona recuperase su soberanía sobre Cataluña. Lo mismo ocurriría en Portugal. La guerra contra los rebeldes era “justa de nuestra parte y justissima”, pensaban, aplicando la doctrina legitimista predominante en la cultura política del poder durante la Edad Moderna. Dios terminaría sonriéndoles, “ha de castigar la obstinación y soberuia de esos Reueldes”, pero tenía “reservado para sí el tiempo y modo”. Ambos callaban sobre Francia. Poco podía hacerse allí ya. Preferían pensar en Portugal. Allí se debatía realmente el futuro de la Monarquía.

La relevancia concedida a Portugal se explica por una teoría estratégica que los políticos españoles habían manejado desde el siglo XVI. Se trataba de una auténtica “teoría del dominó”, que sostenía que la pérdida de una provincia de la Monarquía conllevaría inmediatamente la rebelión de otra. El fuego de la rebelión siempre se extendía, nunca se estabilizaba por sí mismo. Por esa razón, era mucho más crucial detener una secesión interna, como la de Portugal, que imponerse a una potencia extranjera, como Francia. Este modo de pensar tenía su razón de ser en el contexto de una “monarquía compuesta” como era la Monarquía Hispánica, cuyas diferentes partes no eran distritos de un estado unificado, sino reinos independientes con un rey común que mantenían plenamente su personalidad y autonomía jurídica.  

Si tales razonamientos importaban al gestionar territorios como Flandes, Milán o Nápoles, ¿cómo olvidarlos al tratar de los estados peninsulares? González siempre había oído discurrir que aquello que llamaba la “unión de los reinos de España” era “el más firme fundamento para la conseruación del Resto de la monarchía”. Esta frase central confirma la extensión de una visión de España que puede denominarse iberista. Los políticos de Madrid no contemplaban España como la mera unión de Castilla y Aragón. Tenían una visión de España completamente peninsular, que incluía Portugal. No pensaban que los Reyes Católicos la hubiesen unido del todo; creían que habían terminado su reconquista venciendo al último poder del Islam. Pero el que realmente había unificado España entera bajo una misma Corona había sido Felipe II, mitificado en el siglo XVII como el Rey Prudente, modelo de realeza. Si la gesta de 1580 se truncaba en 1660, nada podría enderezarse. Si por el contrario lograba mantenerse, cabría albergar esperanzas de regeneración.  

Providencialismo, legitimismo monárquico, hispanismo ibérico, enfoque europeo, utilización de la Historia para reflexionar sobre el gobierno… Este magnífico texto respira todos esos elementos, característicos de la cultura política barroca. Dirigentes como Haro y González se hallaban completamente imbuidos de ella. Les permitía soñar con acontecimientos mejores que los que vivían y mantenerse recios frente a la decadencia de aquel tiempo. Ninguno vivió lo suficiente para comprobar que sus esperanzas no encontrarían recompensa. Mientras el poder francés no cesaba de aumentar, Portugal conquistó definitivamente su independencia en 1668. Y efectivamente, aunque fuera por razones diferentes a las que esgrimían Haro y González, la segregación lusa precedió a la descomposición territorial de la Monarquía. Durante las décadas siguientes, Luis XIV se apoderó del Franco Condado y diversas plazas al sur de Flandes, y tras la Guerra de Sucesión la Paz de Utrecht entregó Flandes y los estados italianos al Emperador y el duque de Saboya. Parafraseando a González, la desunión de los reinos de España había impedido la conservación del resto de la Monarquía.     
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El ejemplar de esta carta que posee la Biblioteca de la Universidad de Sevilla no es el original, sino una copia incluida en un volumen misceláneo de temática predominantemente militar formado en el siglo XVIII. Dicha copia incluye también la reproducción de una crítica preparada por un lector anónimo. No sabemos quién era ni cuándo escribía exactamente, pero su “comento” es tan fascinante como la propia epístola de González. No parece muy posterior a los hechos. Por el lenguaje empleado y por las referencias literarias, parece del propio siglo XVII, aunque no puede afirmarse con absoluta certeza. Podría tratarse incluso de un contemporáneo riguroso. Ojalá pudiera confirmarse así, pues mientras más próximo sea el “comento” al documento en cuestión y su contexto inmediato, mejor demostrará aquello que trasluce: la vivacidad de la opinión pública y la crítica política en el Antiguo Régimen; las discrepancias que separaron a muchos segmentos de la población respecto a la Monarquía, el valimiento y la preponderancia de linajes como los Guzmán y los Haro; o la división del Gobierno entre facciones que pugnaban entre sí.

Un apunte define a este comentarista como “sugeto de España, bien afecto a su Mag[esta]d y ministro suyo”. La presentación puede discutirse hasta cierto punto. Sin duda, aquel hombre era un patriota español dedicado a la carrera militar. Con la máxima probabilidad, aprobaba la monarquía como forma de gobierno, mucho más si efectivamente ostentaba alguna responsabilidad ministerial. Sin embargo, execraba a Felipe IV, al que culpaba de la situación de desgobierno de la Monarquía, responsable de poner la política y la guerra en manos de hombres como Olivares, Haro y González, para los que no ahorraba desprecios.

La guerra debía estar en manos expertas. No podía quedar al albur de diletantes. Y he aquí que, en aquella tesitura de máxima tensión bélica, empezaba “a introducirse de sesenta años un valido” y se le daba el mando de un ejército en guerra. En la derrota de Yelbes no debía haber paños calientes. Era el enemigo quien se había retirado de Badajoz a causa de sus propias circunstancias, no los españoles quienes lo habían expulsado. Haro no había sido capaz siquiera de aprovechar aquel momento de debilidad del campo adversario y luego fue vencido. “El enemigo perdió la reputación, pero nosotros no la ganamos”.

Así que sólo la adulación y la torpeza podían llevar a González a escribir lo que había escrito. Si un valido no podía dirigir la guerra, tampoco un letrado debía juzgarla. Todas sus comparaciones históricas estaban mal establecidas. Los hechos de armas estaban defectuosamente explicados y la equiparación de Haro con otros generales del pasado era inmerecida. En el caso de Carlos V, visiblemente idealizado por el tiempo, era completamente insostenible. Bajo su sombra, el comentarista podía deplorar a Haro, a su tío el conde duque de Olivares y, una vez más, al propio Felipe IV. En aquellas derrotas en Cataluña mal traídas por González, no se habían situado a la vanguardia del ejército como hiciera el Emperador. Sólo habían observado cómodamente desde la retaguardia, después de recibir los agasajos de un ejército que no consideraba tal, sino un cuerpo de “bordaduras” sin experiencia alguna en la milicia.      

La Historia volvía a ser un elemento crítico esencial. Plenamente integrada en el discurso político, era igualmente útil para el análisis militar. El autor del “comento” recurría a Diego Hurtado de Mendoza y fray Prudencio de Sandoval, a quienes, aun tratándose de un manuscrito, citaba hasta con referencias textuales exactas. Había una relación inextricable entre el pasado, el presente y el futuro, que sólo comprendía quien conocía la Historia y entendía su propio tiempo. Leyendo a Mendoza, el comentarista encontró un fragmento que consideró profético. Despotricaba contra los letrados como González, que querían entender de todo y manejarlo todo, especialmente los asuntos militares. No eran los únicos y así iban las cosas de la guerra para España. Mientras González y Haro atribuían a Dios la derrota y esperaban en él la futura fortuna, su adversario encontraba causas humanas a los desastres del momento. Podía ponerles nombre.       
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El “comento” no es una simple explicación de la carta de González. Es una crítica radical. La contraposición de ambos textos nos recuerda las divisiones internas de una sociedad que en el siglo XVII se despeñó por el abismo de la humillación militar y la recesión económica. Aunque es verdad que en Castilla faltó una gran rebelión como las que hubo en otros estados de Europa, nos equivocaríamos si pensásemos en una sociedad plácidamente dormida bajo el poder de un rey absoluto. La Edad Moderna estuvo muy lejos de ser algo tan simple como eso, especialmente cuando el fracaso colectivo rompía los consensos sociales. Este doble documento nos permite atisbar el corazón de esa época en claroscuro a la que tradicionalmente hemos identificado con la Decadencia de España.

Selección bibliográfica:
-        Escudero, José Antonio (coord.), Los validos, Madrid, Universidad Rey Juan Carlos - Dykinson, 2004.
-        Fayard, Janine, Los miembros del Consejo de Castilla (1621-1746), Madrid, Siglo XXI, 1982.
-        -------------------, “José González créature du comte-duc d´Olivares et conseiller de Philippe IV”, en Yves Durand (dir.), Hommage a Roland Mousnier. Clientèles et fidelités en Europe à l´époque moderne, París, PUF, 1981, pp. 351-368.
-        Hugon, Alain, Felipe IV y la España de su tiempo. El siglo de Velázquez, Barcelona, Crítica, 2015.
-        Stradling, Robert, Felipe IV y el gobierno de España, Madrid, Cátedra, 1989.
-        Valladares, Rafael: La rebelión de Portugal. Guerra, conflicto y poderes en la Monarquía Hispánica, (1640-1680), Valladolid, Junta de Castilla y León, 1998.  

   

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