EL MANUSCRITO A 110/083(36) DE LA BUS
Carta que escrivio el Licenciado Joseph Gonzalez delConsejo real de Castilla y de la Cámara, a don Luis de Haro sobre el suceso delsitio de Yelbes que fue por enero de 1659.
Comentario por José Manuel Díaz Blanco.
Esta carta puso en contacto a dos de los políticos más influyentes de
la España de Felipe IV (1621-1665). El licenciado José González fue uno de esos
juristas universitarios que coparon los órganos de poder en el Antiguo Régimen.
Fue consejero y camarista de Castilla y durante algunos años presidió el
Consejo de Hacienda y el Consejo de Indias. Su enorme capacidad le abrió los
puestos más elevados, pero González se benefició también de una relación
singularmente estrecha con el valido del rey, el conde duque de Olivares.
Cuando éste cayó en desgracia, González continuó la relación con el sobrino de
éste, Luis Méndez de Haro. Esta carta es una muestra de la estrecha confianza
que germinó entre ambos. Haro era diferente a su amigo. Carecía de formación
académica, pero aprovechó sabiamente su cuna aristocrática. Recibió de su padre
el título de marqués del Carpio, y de su famoso tío el título de conde-duque de
Olivares, amén de diversos oficios y dignidades como la de Gran Chanciller de
las Indias. Lo más valioso que recayó sobre Haro fue una proximidad personal al
monarca que se traduciría en favor político. Tras la salida de Olivares en
1643, Felipe IV expresó su deseo de gobernar sin valido, pero no fue capaz de
mantener su promesa y descargó parte del gobierno en Haro. Don Luis no disfrutó
de tanto poder como su antecesor o como el duque de Lerma en tiempos pasados, pero
su personalidad influyó fuertemente sobre la política española durante la
década decisiva de 1650. A su lado contaba con hombres como José González.
González y Haro
pisaban las ruinas del poder de la Monarquía. La sustitución de España por
Francia como potencia hegemónica en Europa tuvo lugar durante los años finales de
Felipe IV y el arranque del gobierno personal de Luis XIV, entre los decenios
de 1650 y 1660. La Paz de Westfalia (1648) había concluido las dos terribles
guerras de los Treinta Años y los Ochenta Años, sostenidas en el Sacro Imperio
y los Países Bajos. Pero la exhausta Monarquía había debido continuar el
combate contra Francia y contra las rebeliones de Cataluña y Portugal, que se
libraban desde 1640. Cuando la Inglaterra de Oliver Cromwell rompió
hostilidades en 1655, la Monarquía asumió que el reto era excesivo y no podía
vencer. El año de 1659 los españoles sufrieron una terrible derrota militar en
Yelbes (Extremadura), que aceleró la firma de la Paz de los Pirineos, donde
muchos contemporáneos e historiadores posteriores localizaron el gozne entre
una época y otra. Haro protagonizó estos acontecimientos. Comandó las fracasadas
tropas españolas en el campo de batalla; dirigió las negociaciones del tratado
de paz con su homólogo francés, el cardenal Mazarino; y acompañó a la infanta
María Teresa para sellar su enlace con el joven Luis. Junto al propio monarca,
puso su rostro a la derrota de España.
La importancia de esta
carta radica en que nos introduce de lleno en los pensamientos y tribulaciones
de los hombres que diseñaban la alta política española en aquel momento de
verdadero naufragio. No hay tantos documentos que nos lo permitan. La fecha no
viene explicitada, pero estamos en el primer semestre de 1659. La amargura de
Yelbes ya se había paladeado y se avecinaban momentos tensos durante las
inminentes negociaciones hispano-galas. González es quien habla, pero conoce
bien a su interlocutor. Sabe qué decirle y cómo decirlo. Le consuela como puede
en aquel momento de “grandes sentimientos”: Badajoz había conseguido salvarse y
la posterior derrota había sido voluntad de Dios. Debían conformarse. Uno y
otro, fervientes católicos, pensaban en la Providencia. La historia de España
en el siglo anterior demostraba que, incluso en los tiempos mejores, el favor
divino nunca pertenecía a nadie por completo. Ahí, al lado de las grandes
victorias de antaño, figuraban también las inevitables derrotas: Argel, 1541;
Inglaterra, 1588; Lérida, 1642…
González era optimista
o fingía serlo para animar a Haro. Las derrotas puntuales no habían impedido
que, a la postre, la Corona recuperase su soberanía sobre Cataluña. Lo mismo
ocurriría en Portugal. La guerra contra los rebeldes era “justa de nuestra
parte y justissima”, pensaban, aplicando la doctrina legitimista predominante
en la cultura política del poder durante la Edad Moderna. Dios terminaría
sonriéndoles, “ha de castigar la obstinación y soberuia de esos Reueldes”, pero
tenía “reservado para sí el tiempo y modo”. Ambos callaban sobre Francia. Poco
podía hacerse allí ya. Preferían pensar en Portugal. Allí se debatía realmente
el futuro de la Monarquía.
La relevancia concedida
a Portugal se explica por una teoría estratégica que los políticos españoles habían
manejado desde el siglo XVI. Se trataba de una auténtica “teoría del dominó”,
que sostenía que la pérdida de una provincia de la Monarquía conllevaría
inmediatamente la rebelión de otra. El fuego de la rebelión siempre se
extendía, nunca se estabilizaba por sí mismo. Por esa razón, era mucho más
crucial detener una secesión interna, como la de Portugal, que imponerse a una
potencia extranjera, como Francia. Este modo de pensar tenía su razón de ser en
el contexto de una “monarquía compuesta” como era la Monarquía Hispánica, cuyas
diferentes partes no eran distritos de un estado unificado, sino reinos independientes
con un rey común que mantenían plenamente su personalidad y autonomía
jurídica.
Si tales razonamientos
importaban al gestionar territorios como Flandes, Milán o Nápoles, ¿cómo
olvidarlos al tratar de los estados peninsulares? González siempre había oído
discurrir que aquello que llamaba la “unión de los reinos de España” era “el
más firme fundamento para la conseruación del Resto de la monarchía”. Esta
frase central confirma la extensión de una visión de España que puede
denominarse iberista. Los políticos de Madrid no contemplaban España como la
mera unión de Castilla y Aragón. Tenían una visión de España completamente
peninsular, que incluía Portugal. No pensaban que los Reyes Católicos la
hubiesen unido del todo; creían que habían terminado su reconquista venciendo
al último poder del Islam. Pero el que realmente había unificado España entera
bajo una misma Corona había sido Felipe II, mitificado en el siglo XVII como el
Rey Prudente, modelo de realeza. Si la gesta de 1580 se truncaba en 1660, nada
podría enderezarse. Si por el contrario lograba mantenerse, cabría albergar
esperanzas de regeneración.
Providencialismo,
legitimismo monárquico, hispanismo ibérico, enfoque europeo, utilización de la
Historia para reflexionar sobre el gobierno… Este magnífico texto respira todos
esos elementos, característicos de la cultura política barroca. Dirigentes como
Haro y González se hallaban completamente imbuidos de ella. Les permitía soñar
con acontecimientos mejores que los que vivían y mantenerse recios frente a la
decadencia de aquel tiempo. Ninguno vivió lo suficiente para comprobar que sus
esperanzas no encontrarían recompensa. Mientras el poder francés no cesaba de
aumentar, Portugal conquistó definitivamente su independencia en 1668. Y
efectivamente, aunque fuera por razones diferentes a las que esgrimían Haro y
González, la segregación lusa precedió a la descomposición territorial de la
Monarquía. Durante las décadas siguientes, Luis XIV se apoderó del Franco
Condado y diversas plazas al sur de Flandes, y tras la Guerra de Sucesión la
Paz de Utrecht entregó Flandes y los estados italianos al Emperador y el duque
de Saboya. Parafraseando a González, la desunión de los reinos de España había
impedido la conservación del resto de la Monarquía.
***
El ejemplar de esta
carta que posee la Biblioteca de la Universidad de Sevilla no es el original,
sino una copia incluida en un volumen misceláneo de temática predominantemente militar
formado en el siglo XVIII. Dicha copia incluye también la reproducción de una
crítica preparada por un lector anónimo. No sabemos quién era ni cuándo
escribía exactamente, pero su “comento” es tan fascinante como la propia
epístola de González. No parece muy posterior a los hechos. Por el lenguaje
empleado y por las referencias literarias, parece del propio siglo XVII, aunque
no puede afirmarse con absoluta certeza. Podría tratarse incluso de un
contemporáneo riguroso. Ojalá pudiera confirmarse así, pues mientras más
próximo sea el “comento” al documento en cuestión y su contexto inmediato,
mejor demostrará aquello que trasluce: la vivacidad de la opinión pública y la
crítica política en el Antiguo Régimen; las discrepancias que separaron a
muchos segmentos de la población respecto a la Monarquía, el valimiento y la
preponderancia de linajes como los Guzmán y los Haro; o la división del
Gobierno entre facciones que pugnaban entre sí.
Un apunte define a
este comentarista como “sugeto de España, bien afecto a su Mag[esta]d y
ministro suyo”. La presentación puede discutirse hasta cierto punto. Sin duda,
aquel hombre era un patriota español dedicado a la carrera militar. Con la
máxima probabilidad, aprobaba la monarquía como forma de gobierno, mucho más si
efectivamente ostentaba alguna responsabilidad ministerial. Sin embargo,
execraba a Felipe IV, al que culpaba de la situación de desgobierno de la
Monarquía, responsable de poner la política y la guerra en manos de hombres
como Olivares, Haro y González, para los que no ahorraba desprecios.
La guerra debía estar
en manos expertas. No podía quedar al albur de diletantes. Y he aquí que, en
aquella tesitura de máxima tensión bélica, empezaba “a introducirse de sesenta
años un valido” y se le daba el mando de un ejército en guerra. En la derrota
de Yelbes no debía haber paños calientes. Era el enemigo quien se había
retirado de Badajoz a causa de sus propias circunstancias, no los españoles
quienes lo habían expulsado. Haro no había sido capaz siquiera de aprovechar
aquel momento de debilidad del campo adversario y luego fue vencido. “El
enemigo perdió la reputación, pero nosotros no la ganamos”.
Así que sólo la
adulación y la torpeza podían llevar a González a escribir lo que había
escrito. Si un valido no podía dirigir la guerra, tampoco un letrado debía
juzgarla. Todas sus comparaciones históricas estaban mal establecidas. Los
hechos de armas estaban defectuosamente explicados y la equiparación de Haro
con otros generales del pasado era inmerecida. En el caso de Carlos V, visiblemente
idealizado por el tiempo, era completamente insostenible. Bajo su sombra, el
comentarista podía deplorar a Haro, a su tío el conde duque de Olivares y, una
vez más, al propio Felipe IV. En aquellas derrotas en Cataluña mal traídas por
González, no se habían situado a la vanguardia del ejército como hiciera el
Emperador. Sólo habían observado cómodamente desde la retaguardia, después de
recibir los agasajos de un ejército que no consideraba tal, sino un cuerpo de
“bordaduras” sin experiencia alguna en la milicia.
La Historia volvía a
ser un elemento crítico esencial. Plenamente integrada en el discurso político,
era igualmente útil para el análisis militar. El autor del “comento” recurría a
Diego Hurtado de Mendoza y fray Prudencio de Sandoval, a quienes, aun
tratándose de un manuscrito, citaba hasta con referencias textuales exactas.
Había una relación inextricable entre el pasado, el presente y el futuro, que
sólo comprendía quien conocía la Historia y entendía su propio tiempo. Leyendo
a Mendoza, el comentarista encontró un fragmento que consideró profético. Despotricaba
contra los letrados como González, que querían entender de todo y manejarlo
todo, especialmente los asuntos militares. No eran los únicos y así iban las
cosas de la guerra para España. Mientras González y Haro atribuían a Dios la
derrota y esperaban en él la futura fortuna, su adversario encontraba causas
humanas a los desastres del momento. Podía ponerles nombre.
***
El “comento” no es una
simple explicación de la carta de González. Es una crítica radical. La
contraposición de ambos textos nos recuerda las divisiones internas de una
sociedad que en el siglo XVII se despeñó por el abismo de la humillación
militar y la recesión económica. Aunque es verdad que en Castilla faltó una
gran rebelión como las que hubo en otros estados de Europa, nos equivocaríamos
si pensásemos en una sociedad plácidamente dormida bajo el poder de un rey
absoluto. La Edad Moderna estuvo muy lejos de ser algo tan simple como eso,
especialmente cuando el fracaso colectivo rompía los consensos sociales. Este
doble documento nos permite atisbar el corazón de esa época en claroscuro a la
que tradicionalmente hemos identificado con la Decadencia de España.
Selección bibliográfica:
-
Escudero, José Antonio (coord.), Los validos, Madrid, Universidad Rey
Juan Carlos - Dykinson, 2004.
-
Fayard, Janine, Los miembros del Consejo de Castilla (1621-1746), Madrid, Siglo
XXI, 1982.
-
-------------------,
“José González créature du comte-duc
d´Olivares et conseiller de Philippe IV”, en Yves Durand (dir.), Hommage a Roland Mousnier. Clientèles et
fidelités en Europe à l´époque moderne, París, PUF, 1981, pp. 351-368.
-
Hugon, Alain, Felipe IV y la España de su tiempo. El siglo de Velázquez,
Barcelona, Crítica, 2015.
-
Stradling, Robert, Felipe IV y el gobierno de España, Madrid, Cátedra, 1989.
-
Valladares, Rafael: La rebelión de
Portugal. Guerra, conflicto y poderes en la Monarquía Hispánica, (1640-1680), Valladolid, Junta de
Castilla y León, 1998.
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