El hombre perdió el paraíso, pero ganó una obra sin igual. John Milton (1608-1674), dotado con la ciencia del árbol del conocimiento, dio a luz una historia más allá del pecado original. Un poema que, si bien no es original en el más estricto sentido de la palabra, procura una lectura tan placentera que podría calificarse de pecaminosa.
Tenaz estudiante e incansable trabajador, sufridor de dolores de cabeza y males de la vista producto de su férrea disciplina, Milton publicó decenas de tratados de asuntos políticos mientras en su interior rumiaban los ecos de la épica. Primero en forma de historia. Inglaterra y la leyenda artúrica llamaron a las puertas de su ingenio en más de una ocasión. Finalmente en forma de religión. La que había vivido desde su infancia como fiel creyente, como seguidor del puritanismo en la simpleza más tradicional. El tema no podía ser otro: la perdición por la mano del hombre. Política, historia y religión en versión bucólica y con un final distópico y moralizante a la vez. Tan conocido como necesario. Tan remoto como presente. Tan interiorizado como nuestra propia vida. En verso.
Para dicha empresa tomaría como principal referente el Génesis, cuyos hilos dorados hilvanan -en ocasiones literalmente- los 10.565 versos de principio a fin. A la riqueza teológica y simbólica de la Biblia añadiría el tinte clásico de la literatura grecorromana y el delirio de la mitología. Venganzas, asambleas divinas, formación de ejércitos, batallas épicas, epítetos y energía sangrienta, traiciones, tragedias, viajes por tierras desconocidas, visiones, oráculos. Sin dejar de la lado otras tradiciones literarias como la de sus precedentes ingleses e italianos. Y, por su puesto, sin olvidar su bis tratadista y su afán histórico, agregando el picante de la crítica política: desde la guerra civil inglesa (1642-1641), hasta la restauración de 1660.
Vendidos los mil quinientos ejemplares de la primera edición de 1667, habría que esperar a 1674, muerto ya el poeta, para ver una segunda. Mientras tanto, en 1671 se edita El paraíso recobrado, donde Jesús resiste la tentación que no pudo rechazar Eva. Milton no quería perder el tren al cielo, sin escalas.
Tampoco quiso perderlo la editorial barcelonesa Montaner y Simon -la más destacada del ambiente editorial español de los siglos XIX y XX-, a cuya edición de 1873 acompañan, además de una extensa introducción sobre la vida y obra del autor, cincuenta grabados de Gustavo Doré a página completa. Ilustraciones del más famoso artista del libro del momento -y de la historia-, para una creación, a todas luces, divina. Siendo la luz, precisamente, la protagonista. Ya sea por su total presencia al representar la magnificencia del cielo ("Al compás de los himnos y hosannas que resonaban..."); por su ausencia en las atmósferas infernales ("Revolotea todo ello por los espacio infernales"), o por su contraste ("Por primera vez sintió Satán el dolor"). Luz que da vida a bestias y animales de carácter simbólico, a luchas intestinas llenas de dinamismo, personajes y escenas que anticipan la estética simbolista, que toman apariencia postimpresionista ("En las orillas de las aguas salen bandadas de avecillas"), e incluso matices de un surrealismo en ciernes. Rasgos que también se aprecian en sus ilustraciones para al Biblia y La divina comedia, que tanto en común tienen con la historia de Milton.
Nada tiene de pérdida, pues, el paraíso del poeta inglés. Tan lleno de imágenes gráficas como literarias -Eva descubriendo su rostro en el agua es un momento irrepetiblemente bello-. Tan rico en influencias como influyente a su vez, en las manifestaciones artísticas más insospechadas: los jardines.
La jardinería paisajística fue la disciplina del siglo XVIII. A la geometría y perfección de los jardines de Versalles sustituyó a mitad de siglo la libertad de los jardines ingleses, a quienes la esencia cuadriculada de los franceses nunca llegó a convencer. Este cambio, que tuvo como telón de fondo la concepción de la propiedad privada propugnada por John Locke, la primera revolución industrial y la situación floreciente de la economía agraria, vino auspiciado principalmente por la literatura. Por los artículos y textos de Joseph Adisson o Alexander Pope, por las descripciones de la naturaleza de autores como Thomas Hardy y, sobre todo, por el jardín del Edén descrito por Milton en El paraíso perdido. La regularidad dio paso a una naturaleza salvaje que camuflaba su condición estudiada y controlada con una apariencia de libre albedrío: caminos sinuosos, colinas, árboles en toda su grandeza, praderas, grutas, rocas, arroyos, lagos, ruinas. Ora un pequeño escondite lleno de color y encanto, ora un desnivel tras el que se esconde el más bello de los árboles frutales, rodeado de olorosas flores, ora una templete neopalladiano bañado por el sol y el ruido de la corriente de un riachuelo. Paseos poéticos y erráticos para sorprenderse y reflexionar. Para ser libres. Para encontrar, o perderse, por nuestro propio paraíso perdido.
"Tal era aquel delicioso sitio, mansión campestre y encantadora, de rico y variado aspecto, de bosques cuyos árboles destilaban balsámicas y olorosas gomas, o de los que pendían frutos esmaltados de reluciente oro, y exquisitos por su sabor [...] A trechos se descubrían mesetas de verdes prados, con rebaños que pastaban en la verde yerba, colinas cubiertas de palmeras, valles cuya fertilidad aumentaban las corrientes de agua, flores de todos los matices, rosas que no conocían espinas. Por otro lado grutas umbrías y cavernas de sin igual frescura, que ocultaban entre sus pámpanos la risueña vid [...] y al propio tiempo parleras cascadas que de las empinadas cumbres se desprendían, esparciendo unas veces y juntando otras sus aguas en transparente lago, donde como un espejo se retrataban, coronadas de mirtos, sus onduladas márgenes."1
1. MILTON, John: El paraíso perdido. Montaner y Simon editores, Barcelona, 1873, pp. 70-71.
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